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Reflexiones de forasteros: Jüergen Denker y Ok-Hi Park

Tal como Jacob, no llegué al extranjero, Señor. No tenía que andar a pie. Llegué a Chile en barco. Tampoco tenía que pagar como los otros que debían pagar a los captadores de emigrantes. Además yo tenía una cama, Jacob solamente una piedra como almohada (Gen 28,11). Por otro lado, no me esperaban familiares; Jacob podía refugiarse con Laban, el hermano de su madre Rebeca. Sin embargo, hermanos de fe aguardaban mi llegada. Yo no era refugiado tal como Jacob, Señor.

El tenía que huir de la ira de su hermano Esau. A mí, me mandaste, Señor, como trabajador inmigrante. Querían que viniera. Y así yo miraba desde el barco hacia el muelle del puerto de Valparaíso. ¿Quién iba a  esperarme? No lo sabía. Tomé en mi mano la última edición de los Lutherische Monatshefte y con la otra mano dibujaba una cruz en el aire. Y en el signo de la cruz nos encontrábamos.
Sin embargo, forastero era. Tal como Jacob. Rápidamente podía aprender el idioma. Laban y Jacob probablemente no habrán tenido dificultades para charlar. Pero las costumbres eran diferentes, Señor: Las fiestas producían felicidad, que yo no entendía, los bailes que no dominaba, los chistes que no entendía, el sistema legal que me era ajeno. No, yo no había crecido en este país, y el colegio ahí tampoco lo había cursado.

¿Y cómo  vivió Jacob las costumbres de su exilio? El no sabía, a modo de ejemplo, que era costumbre que se casara primero la hija mayor, después la menor. La boda era un desengaño (Gen 29). Y como no tenía para pagar el precio por la otra hija, debía vender su fuerza laboral por otros siete años. Diez veces se le había cambiado la remuneración. Así se queja Jacob (31,7). Como forastero era inferior. Esto lo conozco, Señor: recortar el sueldo, amenaza de ser expulsado. Como inmigrante uno siempre es un ser humano de derecho inferior. No puede ser de otra manera.

Naturalmente hay que amoldarse, hoy como antiguamente. El pueblo de Israel exigía de los forasteros aprender el lenguaje (Nehemías 13,24). Los forasteros debían comer solamente carne de animales degollados, no debían tocar carnaza para proteger la pureza a los miembros de la comunidad israelita, debían observar los sábados y las fiestas y abstenerse de un comportamiento sexual deshonesto (Lev 17-18). Pero Israel también tenía el mandato de amar a los forasteros (Dt 10,19), porque ellos mismos habían sido forasteros. También para mi, Señor, preparaste amigos que apreciaban mi trabajo, y lo hacen hasta el día de hoy. Entiendo que Laban no quería desistir del trabajo de un experto. Jacob tenía que luchar por su demisión (Gen 31). Yo no necesitaba pelear. Los convenios eran inequívocos. A pesar de los amigos, a pesar del amor que experimentaba, a pesar de la disposición de amoldarse – me quedé como forastero, como un gringo. Sólo mis nietos serían posteriormente integrados. ¿Se habrá sentido Jacob como un extraño en esta tierra, a pesar de ser sus dos mujeres oriundas del país? De todos modos Jacob quería volver a su patria, a pesar del resentimiento de su hermano.

Jürgen Denker

Sus mujeres emigran con él. Siempre son las mujeres que abandonan el hogar nativo. Por eso es llamativo que leamos en Gen 2,24: “Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer”. También yo, Señor, he dejado padre y madre, 25 años de edad, pero no para casarme, sino para servir a mi Señor y Salvador. Me llevaste a Alemania. Ahí podía aprender enfermería y teología. Deseaba trabajar con Albert Schweitzer en Lambarene. Pero tú, Señor, me condujiste por otro camino.

En Alemania era trabajadora inmigrante de Corea. No me gustaba el pan, ningún queso, ninguna salchicha. Sin embargo, en el hogar de enfermeras podía preparar arroz. Después de 3 días de vuelo por Japón y la India habíamos llegado; nevaba, para la nieve no estábamos preparadas – era otoño; teníamos frio, tuvimos hambre, nadie nos buscaba. Una hermana católica nos daba algunos plátanos. Por la diferencia horaria, la escuela de enfermería nos esperaba recién para el día siguiente.

Pronto se colocaron los árboles navideños. Me dio alegría encontrarme en un país cristiano. Pero pronto me di cuenta que se realizaban muchas cosas solamente como fachadas. Por lo menos había pacientes que querían hablar de la fe conmigo, que querían orar conmigo. Muy pronto, tú diste Señor, buena fama a las enfermeras coreanas. Los pacientes pedían nuestra asistencia, y por eso tampoco faltaban la envidia, las argucias y el acosamiento. Parece ser un rasgo común entre los seres humanos. Se nos podía identificar fácilmente como grupo y por eso muy pronto se decía: “Las coreanas son …”.

Tú preparaste hermanos y hermanas de fe que se fijaban en las enfermeras coreanas. Me llamaron a servir a las enfermeras coreanas como cura de alma. Arreglaban todo lo burocrático de lo que yo no entendía. No he tenido hijos, tal como Raquel en el principio, y sin embargo tenía muchos hijos e hijas espirituales. Tú sabes, Señor: Coreanos necesitan de sus familias. Un vuelo a la patria era caro, teléfono también. Yo era una de las mayores. Tú, Señor, me preparaste para ser madre en la soledad, en la noche, cuando las enfermeras de la velada me llamaban en su desolación. Llegué a ser pastora y podía congregar muchos hermanos y hermanas de mi patria en estudios bíblicos y más tarde en congregaciones. Ahí encontraron bajo el signo de la cruz, compañía para sentirse en casa. Y al mismo tiempo encontraron bajo este signo una puerta a la sociedad que los rodeaba. Pienso que tenías humor, Señor, cuando procuraste que yo recibiera una cruz, el Bundesverdienstkreuz, como distinción de parte del estado alemán de manos de Johannes Rau.

A pesar de que me bendijiste en mi trabajo, la preocupación mayor de mi madre era que me casara. Yo había planificado volver a Corea en la vejez, para orar en el monte junto con otros seres humanos y hablar contigo en la tranquilidad de la naturaleza. Así quería prepararme para el regreso a ti. Y tú, Señor, otra vez me condujiste por otro camino. Cuando conocí a un pastor, dije “Sí”, a pesar de mis 50 años. Muchas de mis hijas espirituales ya se habían casado antes con un esposo alemán. Sabía que no iba a ser fácil, visto las diferencias culturales. Pero para mí valía, lo que Rut decía a su suegra: “Donde tu vayas, yo iré, donde habites habitaré” (Rut 1,16). Ya tenía un pasaporte alemán en vez del coreano.  Y tu Señor, tú eres el Dios común quien nos acompañó por muchos países y culturas. Sí, Señor, tu siempre estabas presente, sea donde sea, no ligado a una cultura determinada o a un país especial. Aunque nuestros países de origen y su cultura nos han formado y acuñado, sin embargo tenemos una patria mayor en tu presencia: “Nosotros somos ciudadanos del cielo de donde esperamos como Salvador al Señor Jesús quien transfigurará este cuerpo nuestro insignificante” (Fil 3,20).

Ok-Hi Park-Denker